Ellos y nosotros (1): inteligencia animal

A los seres humanos siempre nos ha gustado mirar por encima del hombro a nuestros primos los animales no humanos. Nos gusta pensar que somos de algún modo superiores a ellos. En nuestras mitologías la creación siempre nos ha guardado un sitio especial -hechos “a imagen y semejanza de Dios”; mandando en el jardín del edén; ya sabéis a lo que me refiero-, y muchas veces los tratamos como si no fueran capaces de pensar o sentir.

Se suele decir que, a nivel de comprensión y respeto por la inteligencia animal, hay dos tipos de personas: las que tienen o han tenido perro y las que no. La idea, de hecho, no es descabellada, dado que el tamaño de la línea divisoria que trazamos entre ellos y nosotros varía según nuestra cultura y nuestro contacto con otros animales. Algunos estudios realizados con niños han evidenciado que los habitantes de zonas urbanas son menos propensos a realizar proyecciones humano-animal, y viceversa, que los integrantes de grupos indígenas -en el caso del estudio, indígenas de la península de Yucatán.1

Qué duda cabe que los logros humanos son magníficos. Hemos estado en la luna, tenemos un sistema social que permite mantener a una cantidad ingente de personas, podemos volar de un continente a otro, modificar el código genético, y todos los demás avances que la ciencia no ha permitido alcanzar. Lo cierto es que somos una especie increíblemente astuta, y que ello nos ha llevado a cierto sentimiento de soledad y melancolía; quizás evidenciada por nuestra continua búsqueda de inteligencia extraterrestre.

Esta actitud es curiosa, dado que los recientes descubrimientos etológicos y neurocientíficos ya han evidenciado que no estamos solos en el universo: ahí fuera, quizás tumbados en algún sofá de nuestro salón, o en algún bosque cercano, existen mentes alertas e ingeniosas, capaces de hacernos frente y, en algunos casos, de superarnos en determinadas tareas. Los animales son sorprendentemente inteligentes cuando nos tomamos la molestia de observarlos con atención y sin prepotencia.

En esta línea de entradas analizaré nuestra relación con los demás animales. En esta primera edición me centraré en sus capacidades intelectuales, y en si está justificado ese abismo que algunas personas ponen entre ellos y nosotros. Apoyaré las ideas con videos, y al final incluiré dos documentales extraordinarios sobre el tema que recomiendo encarecidamente. Uno sobre inteligencia animal en general y otro centrado en primates.

Cerebros no tan diferentes

La inteligencia reside en el cerebro, el órgano del cuerpo con el cual realizamos tareas cognitivas complejas -‘cognición’ hace referencia a la actividad de procesar información. Razonamientos bajo la forma de inferencias, deducciones, predicciones, etc. El ser humano tiene el cociente de encefalización más grande de entre todos los animales -la relación entre el tamaño del encéfalo y el del resto del cuerpo. De hecho, la nota que sacamos es exageradamente alta: 7.6. Nos siguen el delfín de nariz de botella con 4.14, las orcas con 3, chimpancés con 2.5 y los elefantes, con 2. Este número tiene interés en la medida en que evidencia la importancia que ha tenido en el proceso evolutivo de una especie el crecimiento del cerebro. Especies con un alto cociente de encefalización han sufrido procesos evolutivos en los que la selección del tamaño del cerebro ha sido relevante.

De hecho, los humanos tenemos una cabeza tan grande que nos obliga a nacer en un estado casi fetal para poder salir por el canal de parto -y con bastantes dificultades-, a tener que esperar años para el correcto desarrollo de nuestro cerebro, y a tener que gastar casi el 30% de la energía que consumimos en mantenerlo. Pero, como comenté en relación a las diferencias cerebrales entre hombres y mujeres, en materia de inteligencia el tamaño no importa. El cerebro de un elefante pesa cerca de 6 kilos, el de un chimpancé medio kilo, el de un perro 72 gramos -el humano un kilo y medio más o menos. Sin embargo, elefantes y chimpancés tienen una inteligencia parecida, y los perros gozan de una capacidad cognitiva sorprendentemente superior a la de otros animales con un cerebro de similar tamaño.

Tampoco se puede medir la inteligencia en relación al número de neuronas que cada especie posea. Un dato sorprendente es que los humanos no somos los animales con más neuronas. Si hablamos del sistema nervioso en su totalidad son los elefantes los ganadores con más de tres veces las 86 mil millones de neuronas que tenemos nosotros -267 mil millones, exactamente. Si hablamos únicamente del neocórtex -la zona del cerebro de más reciente evolución, donde tienen lugar los procesos cognitivos más complejos-, tampoco ganamos. De hecho, somos superados por los calderones, que tienen el doble. Además, nos persigue muy de cerca el rorcual común y, un poco más lejos, otra vez el elefante.

Pero entonces ¿qué diferencia al cerebro humano del resto? La diferencia estriba en dos puntos. (1) La conectividad. La relación entre el número de neuronas y el tamaño de nuestro cerebro es más alta que la de otros animales. Por ello, aunque tengamos menos, estas están más cerca, se agrupan más densamente, y pueden comunicarse más rápido. El cerebro humano, además, tiene más sinapsis que otros animales -es decir, una neurona se comunica con más neuronas que en otras especies. Ello aumenta la capacidad de procesamiento al aumentar la complejidad del sistema.

(2) Áreas cerebrales que otros animales no tienen tan desarrolladas. En concreto, hay dos áreas de especial importancia: el lóbulo prefrontal -donde se llevan a cabo labores complejas de planificación, imaginación y razonamiento; y las áreas del lenguaje -Wernicke, Broca y fascículo arqueado-, donde procesamos y generamos lenguaje. El resto de áreas son compartidas en su práctica totalidad con otros animales de capacidad cognitiva potente. Aunque cabe matizar que en algunos de ellos también podemos encontrar áreas lingüísticas de desarrollo considerable -chimpancés, cetáceos, delfínidos-, y lóbulos prefrontales de cierta magnitud.

¿Qué son capaces de hacer los animales?

Jugar, porque jugar es divertido

Una de las evidencias más curiosas de la inteligencia animal proviene del hecho de que, aunque parezca paradójico, muchos animales son capaces de pasar el rato haciendo el vago voluntariamente y divertirse. Es evidente que el juego ha sido evolutivamente seleccionado, dado que ayuda al aprendizaje social, al desarrollo de técnicas de caza y al desarrollo psicomotriz. Pero requiere de un desarrollo cerebral considerable, y verlo en individuos adultos sin nada que aprender no deja de ser curioso. Los cerebros de algunos animales pueden ser tan complejos, y su mundo interior tan rico, que pueden, simplemente, dedicarse a disfrutar de un buen baño o del juego, ya sea con sus congéneres o con individuos de otras especies.

Jugar bien no es ninguna tontería a nivel cognitivo: implica una mente imaginativa, capaz de no estar todo el rato pendiente únicamente de la supervivencia, con capacidad para comprender la mente del compañero de juegos. Saber los límites, entender que el otro puede sufrir daño, planificar, y saber valorar la diversión como algo para lo que vale la pena gastar energía, simplemente porque es placentero.

La memoria y el recuerdo de la propia vida

En esto los humanos no somos, ni muchos menos, los mejores del reino animal. Famoso es el caso de los elefantes, que no es una leyenda urbana. El hipocampo -una zona muy importante para la creación de recuerdos a largo plazo– de los elefantes es el mayor del de todos los animales con capacidades cognitivas altas, ocupando el 0,7% de sus cerebros -0,5% en humanos- y su memoria a largo plazo es realmente prodigiosa. Junto a algunos otros animales son capaces de tener flashbacks en situaciones de estrés postraumático, lo cual nos puede ayudar a entender lo complejo de su mundo interior y de sus recuerdos. Ello explica las consecuencias psicológicas que tiene en ellos la caza furtiva.

Los chimpancés, por ejemplo, tienen una memoria a corto plazo considerablemente mejor que la nuestra -el video que incluyo incluso impresiona. Y nuestra capacidad de orientación espacial es bastante deficiente si la comparamos con la de las ardillas, ratas, palomas, elefantes o cetáceos. En definitiva, la memoria no es nuestro fuerte y en líneas generales, al menos sin el apoyo de nuestros mecanismos de memoria externa como la escritura o las historias, nos vemos superados por bastantes especies.

Razonamientos complejos para solucionar problemas

Muchos animales, desde loros hasta primates, son capaces de realizar razonamientos complejos basados en establecer causalidades, realizar deducciones e inducciones, usar la imaginación y la experimentación. Los intentos de resolución de problemas por prueba y error suelen ser habituales en especies con menos capacidades, pero los más aventajados son capaces de desarrollar formas más complejas de razonamiento hipotético-deductivo. Ello requiere emplear la imaginación y el sentido común en base a conocimientos anteriores para desarrollar una hipótesis de solución ante un problema.

Para ello es necesario observar cuidadosamente -atención, categorización y discriminación-, entender bien el problema -comprensión de situaciones complejas-, imaginar una posible solución -imaginación, creatividad, pensamiento crítico-, y ponerla en práctica -planificación y ejecución de estrategias complejas. Además, una gran cantidad de animales, desde pulpos hasta gorilas, pasando por perros y cuervos, son capaces de aprender observando e imitando.

Pensamiento abstracto o conceptual

La capacidad de desarrollar conceptos ha sido descrita en especies tan poco admiradas por su inteligencia como las palomas -en el video, palomas capaces diferenciar entre pinturas de Picasso y de Monet, ahí es nada. En animales con capacidades más potentes ha sido ampliamente contrastada, y es de sentido común para aquellos que viven en contacto con mascotas. Los animales domésticos son capaces de realizar razonamientos conceptuales complejos, con conceptos como calle o juguete.

Empatía y altruismo

Existen dos tipos diferentes de empatía, que suponen dos procesos diferentes aunque relacionados. Por un lado esta la empatía cognitiva, también llamada a veces ‘teoría de la mente’. Este tipo de empatía no se desarrolla en los seres humanos hasta la mitad de la infancia, y consiste en la capacidad para hacer conjeturas exitosas acerca de los eventos mentales de otros seres. Para ello se emplean los mecanismos de razonamiento, nuestro autoconocimiento y el conocimiento que tenemos acerca de los demás. Por ejemplo, quien lea estas líneas seguramente podrá hacer varias teorizaciones acerca de mi mente. Esta habilidad está seriamente comprometida en personas con espectro autista, y puede ser ampliada o disminuida según nuestra educación.

Por otro lado está la empatía emocional. Esta empatía consiste en el contagio de las emociones de un individuo a otro. Por ejemplo, ese sentimiento incómodo que experimentamos cuando alguien sufre un accidente doloroso, o lo desagradable que nos resulta ver una escena de tortura en una película gore. Este tipo de empatía implica a la memoria emocional -amígdala e ínsula-, y también a las neuronas espejo. Estas neuronas son muy especiales, porque experimentan la misma activación cuando sufrimos nosotros y cuando vemos sufrir a otra persona. Ellas serían las causantes de que nos contagiáramos del sufrimiento ajeno. Este sistema está comprometido en personas que sufren de psicopatía, al no ser capaces de contagiarse de los estados emocionales que los rodean.

La empatía animal está bien estudiada. En líneas generales -dejando de lado sepíidos, cefalópodos y aves, hasta donde tenemos evidencia-, los animales cognitivamente superiores tienen capacidades de empatía emocional muy altas, llegando a sentirla también hacia animales de otras especies. Pueden sentir incluso pena y remordimiento ante el sufrimiento ajeno, y llegar a contagiarse emocionalmente. Incluso sabemos que algunos de ellos -elefantes y chimpancés- son conscientes de su propia finitud, y se comportan de una forma muy humana ante la pérdida de un ser querido. Los perros son los absolutos campeones de la empatía emocional. Son animales fascinantes desde un punto de vista cognitivo porque han sufrido un proceso de antropomorfización, es decir, han sido seleccionados para parecerse todo lo posible a los seres humanos.

Los que conviven con perros suelen decir aquello de “mi perro sabe exactamente cómo me siento”. Y es verdad. Tu perro sabe exactamente cómo te sientes en cada momento. De hecho, son auténticos genios de la empatía emocional. Son de los pocos animales que nos miran a los ojos, buscando nuestros patrones de expresiones faciales, entienden muy bien nuestro lenguaje corporal, y, además, tienen un sistema cerebral de empatía emocional muy parecido al nuestro.

Su extrema simpatía y prestancia para la experimentación ha permitido que podamos meterlos en máquinas de resonancia magnética funcional para descubrir lo maravilloso de su cerebro. Cabe mencionar también el sorprendente talento de los perros para comprender los aspectos prosódicos de nuestro lenguaje -entonación, ritmo, etc. Comprender el significado semántico de los términos y su carga emocional implícita son dos procesos diferentes que, de hecho, llevamos a cabo en lugares distintos del cerebro -lóbulo temporal derecho para la comprensión semántica e izquierdo para la prosódica.

La teoría de la mente de los animales está más limitada, y se reduce a aquellos realmente aventajados. Para realizar buenas teorizaciones acerca de los demás hemos de tener la capacidad de entender, en primer lugar, que hay un yo y un otro, cada cual individuales. Y, en segundo, entender que los demás tienen procesos mentales diferentes a los nuestros. Para ello hace falta un nivel alto de autoconsciencia. Sabemos que muchos animales tienen la capacidad de saber sobre ellos mismos y teorizar sobre los otros -y en este sentido la prueba de reconocimiento en el espejo no es definitiva. Pero para teorías de la mente complejas hacen falta ya auténticos pesos pesados como delfines, elefantes o bonobos. Animales que tienen un yo claramente construido y que incluso pueden sentir empatía cognitiva con otras especies, entre ellas los humanos. Estas habilidades permiten también que estas especies sean capaces de mentir y disimular, lo cual es una auténtica proeza en términos cognitivos.

La empatía es el requisito para un tipo de comportamiento que durante mucho tiempo se consideró puramente humano, pero que a la luz del conocimiento del que disponemos está presente en muchos otros animales: el altruismo. Los animales cognitivamente superiores llegan al punto de desarrollar cierto sentido de la justicia. Los comportamientos altruistas consisten en realizar acciones en favor de otros con la intención de ayudarlo, mostrando comprensión por su estado, indulgencia y preocupación por sus necesidades. Se sabe que muchos animales cuidan a sus enfermos, que los chimpancés acicalan y apoyan a aquellos que han sufrido una pérdida o derrota, o que los delfines luchan contra amenazas aunque estas no afecten estrictamente a su grupo. Comportamientos de ‘hoy tú, mañana yo’, en definitiva. Aunque el mañana no esté claramente delineado.

Uso de herramientas

El uso y construcción de herramientas por parte de animales ha sido profusamente documentado desde que Jane Goodall describiera el empleo de palos para cazar termitas por parte de chimpancés. Hoy en día sabemos que no sólo ellos lo hacen. Cuervos, nutrias, elefantes, pulpos y una gran cantidad de especies las usan con bastante soltura.

Comunicarse usando lenguajes complejos

El lenguaje es la capacidad humana por excelencia, y en este campo sí superamos ampliamente a todo el resto de animales. Somos capaces de desarrollar sistemas lingüísticos muy complejos gracias a nuestras desarrolladas áreas cerebrales específicas, con gramáticas y semánticas llenas de variantes y matices expresivos. Pero el resto de animales tampoco se queda atrás. Se han realizado apasionantes experimentos con chimpancés, bonobos y gorilas en los que han logrado dominar lenguajes parecidos al nuestro y transmitir mensajes de una complejidad que llega a resultar perturbadora. Ver a un investigador comunicándose con un gorila de esa forma y experimentar ese tipo de acceso a su mundo interior, nos hace ser más conscientes de que la barrera que nos separa es más borrosa de lo que solemos considerar.

En estado salvaje la comunicación de los animales es muy compleja. Desde vocalizaciones de alerta muy específicas en monos o suricatos -meterse en un agujero es un suicidio con una serpiente, pero lo mejor ante un águila. Los cantos de los pájaros, susceptibles a modas y variaciones. Pasando por el familiar lenguaje de los perros, que todos entendemos tan bien, hasta el de los chimpancés, que ya presenta una complejidad considerable. Los cantos de los cetáceos y delfínidos han sido estudiados, pero la información aún es insuficiente. Se sospecha que ese trata de todo un lenguaje en términos humanos; con reglas gramaticales, nombres, variaciones dialéticas, etc.

Conclusión

Tras todo lo dicho y visto, creo que ahora es sencillo dar explicación a un hecho que, espero, ya no sea tan misterioso como antes: la aplicación de un lenguaje intencional funciona cuando nos referimos a ciertos animales. Cuando predecimos o explicamos el comportamiento de otros seres humanos usamos un lenguaje basado en términos como “quiere”, “siente”, “deduce”, “cree”, etc. Este lenguaje nos permite predecir y comprender a los demás, y funciona también cuando lo ampliamos a ciertos animales aventajados cognitivamente. Por ello, no creo que debamos tener ningún reparo en afirmar que los animales son capaces de pensar de formas muy elaboradas, de experimentar sentimientos sofisticados y, en definitiva, de tener un mundo interior rico y complejo al que asomarse resulta fascinante.

Documentales:

1   Atran, S. (2002) «Modular and cultural factors in biological understanding: an experimental approach to the cognitive basis of science», en Carruthers, P. (ed) The cognitive basis of science, Cambridge University Press: Cambridge.

Por Angelo Fasce