¿QUÉ HA PASADO CON EL ARTE? VOL. III. EL ORIGEN DEL RELATIVISMO ESTÉTICO

Si bien el romanticismo, el impresionismo y el cubismo ya sentaron precedentes en lo que a una nueva forma rompedora de hacer y entender la misión del arte y del artista, mi tesis esta vez es que el gran giro epistemológico que asienta el relativismo estético se va a dar ahora con el ideario que propugnan movimientos como el dadá o el trabajo de Marcel Duchamp, y conseguirán imponerse apoyados en ideas de naturaleza parecida a las de los cubistas. Y aún no habremos acabado con el siglo XX, porque faltarán las corrientes posteriores a la Segunda Guerra Mundial: la nueva abstracción, el pop y neodadá, el arte de acción (que engloba varias prácticas), el povera, el minimal, el conceptual, los años ochenta, el arte sonoro, el digital, el vídeoarte… pero no os agobiéis, que si yo he sobrevivido vosotros también podéis. Eso lo iremos viendo desde la actualidad —como hicimos en el artículo sobre la instalación— y se hará más fresquito. Vamos al turrón.

Introducción: sobre la tesis que sostengo

Como hemos visto en las entregas precedentes de esta sección, los románticos ya desplazan el eje de la misión artística de la representación figurativa a la expresión de las emociones, lo sublime, la alegoría, etc. Los impresionistas, por su parte, dicen que les interesa pintar el mundo no como lo ven, sino como lo perciben. Y los cubistas dicen que les interesa pintar los objetos no como los ven, sino como los piensan. Resulta obvio que estos tres movimientos son los que otorgan un papel protagonista al asunto de la subjetividad. Pero, en mi opinión, hay una carga de esta subjetividad todavía mayor en los cubistas, que abre las puertas a planteamientos relativistas y metafísicos. Mientras los románticos y los impresionistas se quedan con su forma de percibir, los cubistas, con esa máxima (pintar los objetos como los pensamos) entran de lleno en el terreno intelectual. Se adscribieron a la duda sobre la capacidad que los sentidos tienen de arrojar verdad, una duda legítima, pero que hay que tratar con cuidado (porque te puede llevar a una especie de negacionismo epistemológico bien peligroso). Dedujeron que lo percibido por los sentidos es una ilusión, y por eso se lanzaron a pintar los objetos como los piensan, no como los ven, porque de la manera en que los ven no arroja realidad, no arroja verdad. ¿Y como los piensas arroja verdad? ¿Qué es pensar un objeto? Los cubistas tienen interés en añadir en sus “representaciones” aquello que ellos sabían previamente de los objetos. ¿Cómo trasladas eso a pintura? Es más: ¿cómo pintas eso que piensas de un objeto? Se basaron en la idea subyacente de Platón y en la cosa en sí kantiana, y con ello aspiraban a representar la realidad en sí misma. Y se les fue de las manos. Se contradijeron porque primero sostuvieron que desde los sentidos no se puede extraer verdad sobre la realidad, así que pensemos. Y el resultado de ese acto de pensar es pintura, que es algo que se aprecia con los sentidos. Un puto lío el cubismo. Lo que había empezado como un negacionismo epistemológico ahora ya es válido porque ha sido elaborado a través del acto de pensar. ¿Aquí hay un poco de logorrea o es cosa mía? Porque al final lo que hicieron fue añadir más puntos de vista, multiplicar o distorsionar la fuente de luz, aplanar los objetos, eliminarles el volumen, en fin, deformarlos (¿acaso no estaban deformados ya por nuestra propia visión?) y yo no veo que haya correspondencia entre estos gestos formales y “pintar los objetos como los pienso o con la información previa que yo ya tengo de ellos”. Pienso que los cubistas se enredaron en un argumentario que no se sostenía y en realidad, le entreabrieron la puerta al relativismo estético, es decir, al “voy a pintar como me salga del higo y estará bien”. Porque cómo yo pienso algo es incomprobable, es un evento incontestable cuya experiencia es única y exclusiva del agente que piensa.

Estos berenjenales dialécticos son jardines donde hoy en día los artistas seguimos metiéndonos porque vamos por la vida de filósofos cuando no lo somos. La puerta del relativismo y las chorradas posmo se va a abrir de par en par con las propuestas de los movimientos que siguen al cubismo y que vamos a ver a continuación. El drama es que el arte cruza ese umbral y… nunca vuelve o cruza otro nuevo.

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Dadá es un movimiento especialmente puntual, breve y global, y es quizá uno de los movimientos con más influencia del siglo XX y que más ha influido en el devenir del arte posterior. Su propuesta estética se revalorizó con el tiempo y ha demostrado un poder apabullante. La razón de ser de este movimiento está plenamente imbricada con su contexto histórico: los dadá surgen como oposición al advenimiento de la Primera Guerra Mundial y a los componentes nacionalistas que movían la contienda. Rechazan el horror de la guerra y mantienen una filiación más anarquista y antiburguesa. Con todo, se posicionaron en contra del orden cultural que había propiciado la debacle porque entendían que ese orden había justificado los conflictos que ahora les sacudían. En este sentido denostaron el optimismo sobre el progreso tecnológico (situándose así en las antípodas ideológicas de sus un pelín más viejos compañeros futuristas), la carrera armamentística y nacionalista de los Estados o el genocidio.

El movimiento dadá toma forma en 1916 en la ciudad suiza de Zurich, donde un grupo de refugiados y desertores funda el Cabaret Voltaire. Entre ellos están Hugo Ball, Tristan Tzara, o Hans Arp. En el contexto neoyorquino tenemos a Francis Picabia, Man Ray y Marcel Duchamp; en Berlín a Raoul Hausmann, Hannah Höch, Kurt Schwitters, George Grosz o John Heartfield; en Colonia, Max Ernst.

Dadá no tiene un programa determinado ni una coherencia interna que articule las propuestas, más allá del nihilismo que les une y la crítica a una sociedad cuyos valores detestan. Mientras los dadá neoyorquinos se interesaban más por la asociación que se generaba entre la obra y el título, la recontextualización —esta idea de que ver algo bajo el efecto de una atribución lingüística transforma esa visión, de lo que esta obra de Man Ray Mujer/Hombre podría ser un ejemplo—, los dadaístas de Zurich estaban más interesados en el azar y la arbitrariedad dentro de un contexto de subversión y escándalo. En el cabaret Voltaire celebraban sesiones literarias donde un Hugo Ball con un vestido «cubista» recitaba el que sería el primer poema fonético. Tzara inventó su famosa técnica de creación de poemas dadá, que consistía en recortar las palabras de una noticia de periódico, meterlas en una bolsa y posteriormente ir sacándolas al azar una a una y pegándolas en ese orden sobre un soporte. De manera similar, Hans Arp creó uno de sus cuadros dejando caer fortuitamente unos papeles sobre él. Los alemanes, mucho más posicionados políticamente contra la Iglesia y el Estado, por su parte, al relacionarse con los constructivistas rusos se interesaron por el montaje, de lo que El espíritu de nuestro tiempo de Raoul Hausmann es un ilustrativo ejemplo, así como el desarrollo de la técnica del collage por la brillante Hannah Höch, lo mejor que dio el dadá en mi opinión. A medida que los acontecimientos políticos se sucedían, los dadaístas alemanes tomaron un partido claramente antifascista, de lo que El sentido del saludo hitleriano de John Heartfield da buena cuenta.

Cada dadaísta libraba la batalla dadá un poco a su manera y todos lo hacían habitualmente desde el interés por desacreditar la civilización occidental, pero también por el puro placer de jugar o incluso bromear. En un momento histórico roto, encumbraban la irracionalidad y la paradoja, lo absurdo y lo ilógico, lejos de convenciones, reglas y obligaciones.

El jefe de todo esto

A la historiografía en general le encanta este rollo de quejarse de los relatos personalistas y heroicos, adora rechazar las grandes gestas o los descubrimientos de individuos macho-alfa porque luego resulta que el pasado no es así y todo es mucho más complejo y mucho más orgánico, cosa que es verdad, pero los historiadores no dejan de contar esos relatos. Es algo que a la historia del arte se le da especialmente bien, porque la historia del arte nos ha adoctrinado a todos en el relato del artista-genio y en lo mal que está ese relato. Y, sin embargo, nunca hemos salido de ese jodido relato, porque también el siglo XX tiene a su gran personaje del arte al que encumbrar. Y ese personaje es, obviamente, Marcel Duchamp.

Duchamp es lo que Sigmund Freud a la psicología o Samuel Hannemahn a la medicina: el origen del mal. Un tipo con mucha suerte que estuvo en el lugar adecuado en el momento adecuado, pero que no precisamente brilla por su talento, al contrario de lo que el relato historiográfico oficial nos ha contado siempre. Fijáos como algunos de los manuales más fundamentales de historia del arte hablan de él y su trabajo (la negrita es mía): “Si consideramos la historia artística del siglo XX como una sucesión encadenada de rupturas con la tradición, Marcel Duchamp (1887-1968) sería el punto final de llegada, como si no fuera posible ir ‘más allá’” (1). “Han sido muchas las tesis ofrecidas para explicar el advenimiento del ready-made en el arte. La interpretación que ofrece este volumen es tan válida e imperfecta como cualquier otra” (2). Y es que nos han vendido la idea de que él es el profeta del arte contemporáneo, que no se puede hacer otra cosa más que parafrasearle, seguir con el rollo dadá duchampiano y el ready-made porque esta mierda es el top, es el eureka del arte, es a donde queríamos llegar. Ya no hay más. Y cuando hablamos de su obra pues qué más dará lo que digamos, total, hay tantas versiones como gente escribiendo sobre ella, y todas son válidas e incompletas a la vez. Porque la verdad es que ni Duchamp sabía muy bien lo que hacía, pero cara a la galería hay que pretender que lo sabemos, o vender el rollo ambivalente y relativista, que parece muy intelectual y muy sesudo.

Es habitual encontrarse en los libros de historia del arte con muchas preguntas sobre los irresueltos enigmas que sugieren las obras de Duchamp. ¿Qué querría decir con esto? ¿Qué querría decir con aquello? En L.H.O.O.Q (1919) tomó una reproducción de la Mona Lisa, le dibujó bigote y perilla y en la base de la imagen escribió “L.H.O.O.Q”, letras que al ser leídas rápidamente en francés expresan, más o menos, “ella tiene el culo caliente”. ¿De qué palo iba Duchamp con esto? Yo creo que es evidente que es, sencillamente, una burla al arte tradicional y canónico. Porque poner bigotes en un retrato es una forma de burla temporalmente universal, ¿no? “…puede que la pequeña modificación visual aluda también a su deseo de unificar los contrarios, en este caso el sexo masculino y femenino” (4). Esto ya me parece querer ver demasiado lejos.

La verdad es que Duchamp no produjo mucha obra. Es famoso por lo poco que hizo: Rueda de bicicleta sobre un taburete, Fuente, El gran vidrio, L.H.O.O.Q, Étant Donnés, Desnudo bajando una escalera… Y lo cierto es que cada obra es de su padre y de su madre, no profundizó en nada en concreto, no se trata de una producción consistente. En mi opinión, una de sus grandes aportaciones la podemos apreciar en El gran vidrio, y no es por la paja iconográfica y el rollo macabeo que se marca (tardó 13 años en terminarla) sino por la elección del vidrio como soporte para una obra cuya idea podría haber sido asimilada a la pintura. Sin embargo, Duchamp no adoptó el lienzo como soporte y eligió dos paneles de cristal. Algo que entronca con esa ampliación de miras de la que hemos hablado mucho ya, ese ensanchamiento de los límites de los materiales y las formas que permite nuevas experimentaciones, exploraciones y, no menos importante, horizontes en la práctica artística. Étant Donnés es una pieza interesante también. A través de unos pequeños orificios en un imponente y viejo portón de madera vislumbramos esta imagen. Ahora bien, dos pegas: le costó veinte años acabarla. Veinte años. Se dice pronto, ¿eh? Y, por otro lado, no me parece tan excelente para ser obra de quien nos han dicho ha sido el tipo con más talento del siglo XX.

Pero la obra más famosa y fundacional del arte contemporáneo de Marcel Duchamp es la aclamada Fuente (1917) sobre la que últimamente se está generando bastante controversia debido a la investigación de dos historiadores británicos que cuestionan a Duchamp como el autor. Lo que nos cuenta la historia oficial es que a Duchamp se le ocurrió esta movida tan tocha que son los ready-mades un día allá por 1915. Pensó que los objetos cotidianos podían ser elevados a la categoría de arte al disponerlos de una manera diferente a la habitual (descontextualizarlos) o darles otro lugar a través del título (recontextualización) y algún que otro aderezo más. Al fin y al cabo lo que hace al arte es el pedestal sobre el que reposa y el lugar en el que está, la exposición, la galería, el museo (que lo legitima). Duchamp veía esto como una crítica al sistema del arte, como una forma de desmitificación, algo que late en el nombre que escogió: ready-made, ya hecho.

En ese Nueva York del momento que habitaba Duchamp surgió la Sociedad de Artistas Independientes a modo de rechazo del arte oficial. Esta corporación de inconformistas, a la que él mismo pertenecía, montaba exposiciones paralelas con arreglo a dos premisas: no dejar nunca a nadie fuera y no dar premios. La historia oficial cuenta que, en 1917, Duchamp envió el primero de sus urinarios (porque hizo tropocientos) y no se lo admitieron. Parece ser que Duchamp intentaba ponerles contra las cuerdas y ver si admitían que era una obra de arte. El caso es que, contraviniendo las premisas de la Sociedad, dijeron que no, Duchamp dimitió y entonces los dadá neoyorquinos se quejaron muy fuerte, acusaron a la Sociedad de ser unos viejales y crearon el discurso que legitimaba al urinario como obra de arte, permitiendo la entrada a Marcel Duchamp al parnaso de los nuevos genios del arte.

La otra historia

Los historiadores del arte Julian Spalding y Glyn Thompson sostienen que Duchamp robó el urinario a la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven, una excéntrica artista dadá polaca, performer, poeta y escultora de la época que ha empezado a formar parte del panorama de la historia del arte del siglo XX desde hace muy poco. Freytag-Loringhoven era toda ella pura vanguardia, y se ve que toda una personaja. Aunque se movía en pleno meollo artístico, su práctica era vista como una marcianada. A los 19 años se pira a Berlín y da rienda suelta a su liberación sexual, tuvo numerosos affairs y parejas, una de ellas el artista gráfico Melchior Lechter a través de quien entra en contacto con el mundo artístico de vanguardia. Posteriormente acaba casándose con un tipo barón que le da el apellido y cuando estalla la Primera Guerra Mundial vuelve a Europa a luchar y sale de esta historia. Freytag-Loringhoven vivía esta vida disoluta de los artistas de principios de siglo XX, todo muy bohemio y muy destroy, donde la propia experiencia vital es indisociable de la producción artística misma, algo muy típico del momento, el binomio arte-vida. Dicen que en esta época, conoce y se obsesiona con Duchamp, a quien dedica una performance y le tira los trastos. Duchamp no quería nada con ella pero eran grandes amigos y la tenía en gran reconocimiento como artista. Una vez dijo: “(la baronesa) no es futurista. Es el futuro”.

El 11 de abril de 1917, en una carta a su hermana, Duchamp escribió: “una de mis amigas artistas, que ha adoptado el pseudónimo de Richard Mutt, me ha enviado un urinario de porcelana a modo de escultura. Como no hay nada de indecente en ello, no hay motivo para rechazarlo.” Se ve que la mejor candidata a esa “amiga artista” es la baronesa. Y es que ella ya llevaba varios años recolectando objetos, especialmente del mundo industrial, dotándolos de una nueva dimensión estética.

Por otro lado, Duchamp siempre sostuvo que había comprado el urinario en la empresa J. L. Mott Iron Works, pero hace tiempo ya que los académicos lo han desmentido, ya que esa empresa no fabricaba ese modelo. La baronesa se suicidó en 1927, en plena pobreza y miseria, y es a partir de ese momento que Duchamp empieza a permitir que su nombre se asocie con el urinario, cuya autoría no reclamó para sí hasta 1950, cuatro años después de que palmara Alfred Stieglitz, quien fotografió el primero de todos los urinarios, el original.

No he corroborado (aún) esta historia. No la he corroborado aún básicamente porque si me pongo a ello tardo en publicar otros tres meses, así que lo he dejado en plan cliffhanger para próximos fascículos. He leído algunas cosas en Internet, hay bastante información haciéndose eco, noticias tanto en medios anglosajones como españoles, pero no la he corroborado en el marco académico. ¿Tendrá verdadera base evidencial o será una intentona por encontrar el icono feminista perdido? El tratamiento que le dan en algunos sitios hace saltar mis alarmas. Demasiada carga ese texto, ¿no? Además, el caso es muy jugoso. Altamente jugoso. De ser cierto, estaríamos ante una doble pirueta con la movida del arte contemporáneo. Le contaba todo esto a mi novio el otro día y él me dijo: “pues no me parece tan grave. Es como si me dices que Hannemahn le robó la idea de la homeopatía a una pava de la época. Pues ya ves tú, qué más dará a estas alturas”. Que el arte contemporáneo esté basado en una mentira es otro gran síntoma de lo lleno de basura hasta las trancas que está. Pero… ¿y si lo que se han inventado es la historia de la baronesa? Con la que lleva ya décadas cayendo, plausibilidad a esta hipótesis no le falta. Lo averiguaremos en próximas entregas.

A mí lo que me parece lo más lamentable de todo esto —y poniéndonos en el caso de que asumimos el relato oficial—, es que Duchamp creó los ready-made con una gran carga de crítica hacia el arte del momento y su propio mercado. Según nos han contado, era una especie de burla que trataba de hacer arte por negación, a través de lo que no era arte. Buscaba salir del arte. ¿Y qué hemos hecho después con eso? Le hemos otorgado categoría estética, hemos generado un relato validante cuando originalmente no lo tuvo. En palabras del propio Duchamp: “Un punto que quiero señalar particularmente es que la selección de estos ready-made nunca estuvo dictada por un deleite estético, sino que se basó en una reacción de indiferencia visual combinada con una ausencia total de buen o mal gusto… en resumen, de una anestesia total” (3). Hemos validado el gesto irónico y subversivo de Duchamp hasta que lo hemos hecho norma y, por lo tanto, ha perdido todo el sentido. Por eso el arte hoy en día es algo rumiante, porque no apela a nada real. Lo que en su día constituía una crítica hoy es el propio sistema del arte, el estilo actual.

Creo que con todo esto del arte objetual, la mirada intencionada, el apropiacionismo, el espectador que completa la obra y toda esta panoplia de nuevas prácticas, el arte contemporáneo llevó a cabo una gran conquista, una conquista sugerente y auténtica que abrió caminos fascinantes, pero que desgraciadamente se nos ha ido de las manos. Hoy en día ya no hay estos “ismos” que hemos ido viendo, ya no hay un paraguas que oriente la práctica artística, sino que esta precisamente se caracteriza —y vanagloria— de no tener ninguna hoja de ruta, cosa que, primeramente, es falsa, porque sí hay una forma institucionalmente aceptada de hacer arte contemporáneo. Por otro lado, ensalza esa supuesta ausencia de «estilo» como la mayor expresión de su libertad. Pero es una libertad que —como todo ejercicio de libertad— conlleva responsabilidades y que el arte contemporáneo no toma. El arte está desgraciadamente estancado en una logorrea intelectual de otro tiempo que no le lleva a ningún lugar, además de vivir agonizante a merced de leyes completamente ajenas al valor artístico: por un lado, las leyes de la subvención estatal, que son las migajas que el Estado y otras instituciones dan a cultura, y que obviamente solo dan pábulo al arte institucionalizado y que únicamente “reconoce” a los artistas “emergentes”, cuando emergente significa “estar al borde de la jubilación”, porque para ser considerado emergente necesitas tener ya un currículum que te caes al suelo; y por otro lado, las leyes de un mercado neoliberal capitaneado por los millonetis de este sucio mundo, que pujan por arte y compran arte por pura distinción social dentro de su círculo trastornado. Y todo esto es un despropósito, porque los de abajo, la gente normal, los artistas normales, hemos comprado el relato del arte contemporáneo, nos metieron ese gol y ahora participamos de una forma de hacer arte y de vivir el arte que no es otra cosa que hacerle el juego a los ricachones que se reparten el pastel y al grupito de pseudointelectuales que legitiman qué es arte y qué no. Y a este guiñol esperpéntico actual es al que asistiremos en próximas entregas. No olviden, como siempre, las palomitas y los ansiolíticos.

Por Mabel Fuentes

 

(1). VV. AA. Historia del Arte 4. El mundo contemporáneo. Alianza, Madrid 2006, p. 242.

(2) VV. AA. Arte del siglo XX. Vol. II. Taschen, Colonia 2005, p. 457.

(3) Ibídem.

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